Desde sus
orígenes, los músicos que orientan sus neuronas por la senda del rock se
encuentran con innumerables dificultades para dar a conocer su obra y poder obtener
a cambio de su trabajo, un salario mínimo que les permita vivir con dignidad.
Salvo
contadas excepciones y no siempre de la mano de la calidad, la gran mayoría de
los artistas se ven obligados a mantener una doble actividad profesional: una
gracias a la cual pueden vivir y la otra, la que en definitiva le da sentido a
su vida.
Los
tópicos asociados al rock & roll star y tan extendidos en la subcultura
popular, donde sexys roqueros viven rodeados de glamour, fama y dinero, atraen
como la miel a las moscas a innumerables aficionados que con tal se subirse a
un escenario y sentir el calor de los focos, son capaces de ofrecer sus cuerpos
en cualquier esquina de una gran ciudad.
Estos dos
ingredientes maquiavélicamente combinados (la dureza propia de la vida del
músico y el deseo de recibir, aunque sólo sea por una noche, el aplauso de novias
y amigos) hace que algunos empresarios del sector, aprovechen la circunstancia
para imponer sus perversas condiciones de contratación: ¡Quién quiera tocar, que pague!
No existe
parangón en ninguna actividad, sector o gremio. Simplemente no existe trabajo en
la que un profesional tenga que pagar para desarrollar su labor y donde la
expresión “por amor al arte” cobre tanto sentido como en el mundo del rock.
Llenar la
noche de acordes, haciendo que otros se diviertan, llenen locales y bailando y bebiendo
muevan nuestra maltrecha economía, como los viejos singles, tiene su cara B. Y
esa cara B es la cara de tonto que se le queda a todos los músicos que quieren ofrecer
su trabajo de composición e interpretación, cuando escuchan una y otra vez: ¡Quién quiera tocar, que pague!
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